domingo, 17 de junio de 2012


Padre es temperamental, digamos.
Lo escuché terminar con claridad una infructuosa –es un epíteto- conversación con algún teleempleado de empresa de telefonía: “Bueno, hermano, entonces andate a la puta que te parió”. Lo dice, pero no después de cortar, como lo hacemos muchos de nosotros; lo dice antes. Lo dice hermosamente, con perfectas y sonorísimas pe. Seré justa y agregaré que alguna vez ha suavizado ese abrupto final con un “... y que te vaya bien”. Así es Padre.   
Como todos, supongo, tengo recuerdos en sepia. Un patio en el pequeño departamento del barrio de monoblocks de la fábrica. Yo corría abrazada a un enorme frasco de vidrio, de esos de caramelos de los kioscos de antes (siempre fui igual; en estos tiempos también tengo la estúpida ocurrencia de andar abrazando ‘cosas’ que dañan, que se rompen y dejan cicatrices... en fin, manías). Un tropiezo predecible, un crash, y un montón de sangre y gritos. Una toalla que era de algún color y al instante, como si fuera magia, era roja. Una hermana corriendo –cayendo, levantándose, corriendo- hasta la canchita cercana donde Padre jugaba al fútbol. Padre manejando el autito viejo y yo atrás, con la toalla mágica y con “el Indio”, como le decían todos a Quentrequeo, amigo de papá, hombre hermoso, que para mí era igual al Chango Nieto pero con los ojos abiertos. Un hospital público y pobrísimo, un médico borroso, Padre sacado a los empujones y a las piñas, porque –no en ese particular tránsito, sino siempre- creía que el hijo de un obrero también merecía ser tratado humanamente. Así es Padre, también.
Yo creía que era adoptada. Porque era fea y mis papás y mis hermanos eran hermosos. Porque desde los cinco años leía todo lo que pudiera ser leído (los dos libros para niños que había en casa -seis veces cada uno-, el frasco de mayonesa, la caja de leche, la etiqueta del vino Resero), y en casa no había libros, no leía nadie. En el ’86 aparecieron como seis libros, así, de repente, en un mueblecito. Eran viejos: habrían estado escondidos. Y eran de Padre, así que me quedé más tranquila.
Marchas,
“¡Paredón, paredón...!”,
“la” Marcha, cantada juntos
y a los gritos, o llorando.
En una foto, tenía esas patillas largas y esos bigotones, tan ’70. Ahora para mí se parece a Kevin Costner, pero más lindo (no discutiré este punto).
Cuando se fue de casa, vivía en un lugar ínfimo y tenía nada salvo un portarretratos con una foto ridícula de nosotros (mis hermanos y yo), un mate que tomábamos juntos, unas tacitas de café que tomábamos juntos, un whisky más o menos fulero que tomábamos juntos. La vez que peor me abandonaron también tenía nada y nadie, ni a mí entera, salvo a papá (un avión, y tres horas más tarde).
Así es Padre. Lo saludan por la calle, interminablemente. “¡Carlitos!”, “¡Eh! ¿Qué hacés, Carlitos?”, no se puede caminar una cuadra que ya lo andan abrazando. Y yo le digo “Evita”, porque saluda a un lado y a otro, con sonrisa humilde y con la manito extendida. “Carlitos, le quiero presentar a mi vieja. Usted no se debe acordar de mí, pero me ayudó mucho...”. Dos hombres, dos grandulones, llorando en la puerta de La Anónima, en alguna ciudad del sur frío y solo. “Pero claro, hermano, ¿cómo no me voy a acordar? Mucho gusto, señora”. Padre le dice “hermano” a todo el mundo.

Certificado de Alumno Regular:
-“Acá, en ‘Ocupación’ ¿qué tengo que poner? ¿Aluar?”
-No. Tenés que poner “OBRERO”.
-Pero papá...
-Sí, eso es tu papá: tenés que poner “OBRERO”. “OBRERO Y PERONISTA”.