domingo, 28 de junio de 2009

Ir a votar

Como me pasa siempre, viví la ceremonia de votar con una emoción casi de nena pequeña.
Cuando salgo de casa, llevo esos nervios que reconozco similares a otros del pasado: cuando salía con el guardapolvo tieso de Plastitel, el moño inflado y turgente en la espalda, las dos colitas re tirannnntes y coronadas con sendos moñazos, también perfectos (y planchados por mí, porque eso sí me dejaban planchar) a los actos escolares. Salíamos de casa como a esta hora de la mañana, porque los actos eran el día que caía, e íbamos todos –mocosos y padres- a la escuela o a la plaza.
Cuando vuelvo, no puedo evitar llorar un poquito. Me sonrío, inconteniblemente, y lloro. Y eso también me trae recuerdos de la infancia, fuertes, un poco duros, y también muy emotivos. Y ya sé por qué es todo esto.

Recuerdo -menos nítidamente de lo que querría- la noche del 30 de octubre de 1983 (para los desmemoriados, ese día se eligió el gobierno democrático que reemplazaría al militar golpista que asumió en el 76). Fuimos con mi familia a la casa de unos amigos de mis padres; el padre de esa familia cumplía años el 30 y mi mamá el 31, así que festejábamos eso todos los años. Pero en el 83 fue otra cosa. Esa noche vi, por primera vez y sin entender mucho, a mis padres y a sus amigos brindar mil veces, abrazarse, y reírse y llorar un poco también. Era muy confuso para mí, que entonces tendría 9. Después, con la experiencia, entendí que se habrían agarrado un peludo de Dios y María Santísima, porque nos quedamos hasta la madrugada, y seguían los vinos y los brindis.
Ver a un padre llorar es algo que uno sabe, aunque sea chico, que va durar para siempre. Mi papá, peronista desde los huesos, peronista de Ezeiza, peronista y “obrero” como siempre se enorgulleció de llamarse, bebió y lloró esa noche –lo sé, lo hemos charlado- a la salud del futuro, a la salud de sus hijos y a la salud de Argentina. Había ganado Alfonsín, pero eso no era lo que más importaba en ese momento. Yo lo entendí más tarde, cuando en abril del 87 fuimos a la plaza –toda la familia- con la bandera argentina que habíamos hecho para el Mundial. Y cantamos “Paredón, paredón, a todos los milicos que vendieron la Nación” y coreamos también el nombre del Presidente, porque “había que ayudarlo”.
Desde entonces, he compartido unas cuantas veces más marchas, plazas y cantos con mi padre, hasta que me vine a estudiar a La Plata.
Agradezco esos recuerdos, y agradezco mi historia y la de mi papá. Agradezco también a los desaparecidos de mi familia y a los de otras familias, por su lucha. No agradezco la posibilidad de votar: porque eso es un derecho, no un favor. Un derecho que nos devolvieron nuestros padres, nuestros muertos y nuestra memoria. Eso sí lo celebro.
Celebro, más allá de los resultados –aunque tengo fe-, esta emoción. ¿Qué historia corre por las venas del que va a votar con molestia, con enfado, sin pensar, sin sentir?